13 largos años de espera, de emociones, de sin sabores, 13 años en los que el equipo Más Grande de México se quedaba en la orilla buscando el título; y él estuvo conmigo en esa larga espera para ver a mi equipo campeón, secando las lágrimas de frustración producto de cada eliminación y sonriendo ante aquellas del 26 de mayo de 2002 tras el gol de “El Misionero” ese del inolvidable grito de gol que se quedó grabado en nuestros corazones: “¡El América es campeón!”. Él me enseñó a esperar pacientemente porque no todo llega fácil en la vida.
Lo he tenido a mi lado para sufrir y disfrutar. Cada vez que encendía el televisor para ver al América, él también estaba ahí, gritando los goles conmigo, y juntos sufriendo los que encajábamos. Lo tuve conmigo en las dulces victorias, y en las amargas derrotas.
Mi amor por la pelota empezó desde muy pequeñito, quizá tan pequeño que ni siquiera tenía consciencia de ello, pero ahí estaba él, siempre ha estado, siempre estuvo.
Ese superhéroe que me enseñó a patear un balón, a dominarlo, aunque le dijera indignado que eso en un partido no me serviría de nada, pero por fortuna ahí estaba él para demostrar que sí que me iba a servir. El que me puso horas y horas a dar pases a una pared, -la pared es tu mejor compañero, si tú le das un buen pase, ella te lo regresará bueno; si se lo das malo, te lo devolverá igual-, lo tuve ahí para enseñarme de fútbol.
Ahí estaba él cuando yo iba creciendo con Zague, Cuauhtémoc, Biyik, Del Olmo y compañía para hablarme de Reinoso, Bacas, Borja, Tena y demás leyendas, ahí lo tuve también para enseñarme de historia.
Cuando las cosas me salían mal en un partido, estuvo ahí para analizar cada jugada y buscar que el siguiente partido saliera mejor. Cada pase bien entregado, cada asistencia, cada gol gritado, eran suyos también porque él estaba ahí. Lo tuve conmigo para enseñarme el valor del esfuerzo y la constancia, y para festejar sus frutos.
Él estuvo ahí aquella primera vez en el Azteca, esa ocasión en que vi el Coloso y me temblaron las piernas, esa tarde en la que estaba viviendo una realidad aparentemente sustraída de un sueño. Lo tuve conmigo para aprender que los sueños se cumplen.
Mi viejo siempre ha estado ahí, siempre estuvo y siempre estará, de su mano he aprendido incontables lecciones, he vivido un sinfín de experiencias, pero sobre todo me ha enseñado lo que representa un gran amor.
Siempre resonará en mi cabeza, cada día de partido esa voz, su voz, diciéndome: “¡Hoy juega el Papá de todos!”. Mi Padre y mi americanismo son conceptos prácticamente indivisibles.
Porque un padre está siempre con nosotros de una y mil maneras…¡Gracias por tanto! ¡Feliz día del padre, hermanos de Linaje!