Habrá sido el minuto 35 de un partido que íbamos a perder con tres goles en contra, cero a favor y dos expulsados, cuando algún aficionado en alguna parte del Estadio Azteca tuvo la grandiosa idea de abuchear a Ochoa.
No tengo idea de qué zona emergió ese primer grito de traición a nuestra leyenda. Tampoco logro imaginar qué pensó el segundo ingrato que imitó el atroz acto de infamia futbolera.
Y es que, ya alguien antes había empezado a cantar oles en contra, mientas el cuadro otrora hermano, le paseaba el balón al diezmado equipo local.
Incomprensibles, se sumaron más aficionados al acto de deslealtad ya sea por demencia voluntaria o por amnesia alcohólica, uno a uno eligieron la infidelidad a nuestro Memo.
Estos improvisados desertores optaron por abuchear al mejor portero mexicano de la historia, la única leyenda azulcrema en activo.
Y aunque la silueta de Ochoa sigue deteniendo aquel remate de Neymar en Fortaleza, a estos de acá no les importó para nada; menos les importó su paso por Europa o las grandes actuaciones que tuvo hace poco en la tierra de los zares. ¿Qué decir de sus épicos momentos de juventud americanista?
Queda claro que para traidor no se estudia. Queda más claro que ya no hay respeto ni apoyo del bueno y queda mucho más claro, que estos aficionados no merecen a nuestro Memo.
Yo en cambio, le pido al cielo tener acaso los méritos suficientes para ser un digno hincha de Ochoa y nunca caer en la trampa de la infidelidad que te tiende la insospechada derrota.
Le pido al cielo (ahí donde reside Memo) que perdone a mis hermanos que cometieron esa traición sabatina, que los perdone porque ya sea por demencia voluntaria o por amnesia alcohólica, queda claro que no sabían lo que hacían.